La cueva subterránea y sumergida “El
aerolito”, al oeste de la isla de Cozumel, en el Caribe
mexicano, está en peligro. En ese lugar se descubrió
la primera especie de estrella de mar cavernícola
del mundo; además, alberga 23 especies de equinodermos
–algunas de ellas únicas–, así
como nuevas familias de esponjas, y cuenta con presencia
de casi todos los grupos de invertebrados marinos.
Ello se debe a problemas de contaminación
por basura y diésel, de buceo espeleológico
sin control, y a la extracción ilegal de ejemplares.
Otra dificultad que se ve venir es la percolación
de agua y fertilizantes de las áreas verdes y campos
de golf hacia ésta y las otras 17 cuevas de la isla.
Ante la situación, científicos de
los institutos de Ciencias del Mar y Limnología (ICMyL)
y de Biología (IB) de la UNAM, hicieron un llamado
a las autoridades para que, en un esfuerzo de conservación,
nombren a ese sitio como área natural protegida.
Se trata de un sistema extraordinario, un laboratorio
natural “réplica” del mar a tres mil
metros de profundidad, en completa oscuridad, con organismos
(equinodermos, cangrejos, camarones, esponjas y caracoles),
disponibilidad de alimento y situación fisicoquímica
similares, y con especies únicas que si desaparecen,
se extinguirán del planeta. Por ello, los expertos
universitarios emitieron una “alerta roja”.
Todo comenzó…
Francisco Solís-Marín, investigador
del ICMyL y encargado de la Colección Nacional de
Equinodermos Dra. Ma. E. Caso Muñoz, explicó
que en 2004 recibió una llamada de Germán
Yáñez, buzo espeleólogo, para dar aviso
del hallazgo de esos organismos en una caverna. El hecho
era extraordinario, porque esos animales de cinco brazos
y espinas en la piel sólo viven en el mar.
Para 2005, las investigaciones de los universitarios
ya habían comenzado en esa cueva anquihalina, llamada
así por tener agua marina en la parte profunda (>18m),
y salobre en la superior.
“El aerolito” se ubica a 240 metros
de la orilla del mar. Tiene aproximadamente 68 metros de
largo por 25 de ancho, “pero el sistema es mucho más
extenso si se miden los pasajes”. Se trata de alrededor
de seis mil 100 metros de canales y ramificaciones. Tiene
una profundidad máxima de entre 18 y 24 metros en
promedio, y la división de las dos capas de agua
está a seis metros, explicó Guadalupe Bribiesca,
también del ICMyL.
Este tipo de cavidades se forma por disolución
durante miles de años, abundó Solís-Marín;
llueve y se percola el agua, se comienzan a hacer huecos
que se conocen como cenotes, que son la entrada a estas
formaciones.
Cozumel, con 650 kilómetros cuadrados, se
etiqueta como la isla mexicana de mayor extensión;
es como una gran “piedra pómez” que permite
la filtración del agua de mar por debajo, bien limpia,
y la entrada de las microscópicas larvas de los equinodermos
y demás organismos que han colonizado la cueva.
Ahí, la ausencia de luz es total; en el
cenote, es decir, en la entrada, hay un poco, pero conforme
se avanza, desparece, y hay que bucear con equipos especializados
para llegar al sitio donde el agua es 100 por ciento marina.
Los invertebrados que ahí habitan entraron
hace cientos o miles de años, han evolucionado y
se han separado reproductivamente de los que viven afuera,
en el mar. Muchos perdieron la pigmentación, son
albinos por la falta de luz, y otros alcanzan grandes tamaños,
debido a que en la cueva no tienen depredadores.
Alejandro Zaldívar Riverón, del lB,
expuso que las características de la cueva la aíslan
totalmente del exterior y han propiciado que los grupos
de organismos se hayan adaptado a las condiciones particulares
del lugar, y se hayan “especiado” de sus hermanos
exteriores con rapidez. Son especies únicas, exclusivas,
y eso las hace vulnerables a la extinción.
Los científicos explicaron que los equinodermos
son invertebrados marinos formados por cinco grupos de animales;
aunque son distintos morfológicamente, son “hermanos”:
las plumas de mar, las estrellas de mar, los ofiuros, los
erizos y los pepinos de mar. México cuenta con 643
especies de este grupo y todos, excepto los primeros, están
representados en la caverna.
Entre las especies nuevas encontradas se hallan,
de forma destacada, Copidaster cavernicola, la
primera estrella de mar cavernícola; junto con otras
dos del mismo género, y otra de ofiuros, “que
estamos en proceso de describir, pero probablemente haya
más”, abundó Bribiesca.
Solís-Marín coincidió en que
no se ha investigado el microambiente; “no hemos podido
hacer análisis de sedimento y paredes, ni buscado
con lupa porque el ambiente es sumamente hostil”.
Por ejemplo, se sabe que los animales presentes se alimentan
de un “tapete” microbiano, pero se desconoce
cuáles son las cepas de las bacterias presentes.
Ha sido difícil distinguir morfológicamente
los animales descubiertos, sobre todo los que hace poco
se separaron evolutivamente de las poblaciones marinas,
añadió Zaldívar. Por ello, se usaron
herramientas moleculares, en particular, secuencias de ADN
para observar a 20 especies de la cueva y confirmar la existencia
de las nuevas.
Se utilizó una secuencia corta de ADN estandarizada
llamada “código de barras de la vida”,
que mide aproximadamente 650 pares de bases, de un gen mitocondrial
llamado citocromo-oxidasa 1, precisó.
De ese modo, se encontró que ejemplares
que en apariencia eran los mismos, tenían un porcentaje
de divergencia genética de hasta 24 por ciento. Además,
esa discrepancia da pistas de hace cuánto tiempo
especiaron; “entre más diferencia hay, se puede
pensar que ha pasado más tiempo”, añadió
el integrante del ICMyL.
Con tanto por descubrir, ese tesoro natural podría
desaparecer de no tomar las medidas para su conservación.
“Por fortuna, el sistema natural de aislamiento protege
a la cueva, pero ¿por cuánto tiempo? No sabemos.
¿Qué tan grande sea esa pared y cuánto
va a aguantar la percolación de hidrocarburos y otros
contaminantes? Tampoco sabemos, pero es un sistema frágil”.
El hallazgo de nuevas especies, dado a conocer
en publicaciones como la Revista Mexicana de Biodiversidad,
y Molecular Ecology Resources, contó con el financiamiento
del ICMyL, el Museo Smithsonian de Washington D.C., el consorcio
de código de barras de la vida en México y
el Conacyt.
El siguiente paso de los trabajos de los universitarios
es nombrar y publicar las nuevas especies. “Un área
debe ser importante por las especies que contiene, y para
protegerlas se necesita nombrarlas. Sin nombre, no existen.
Pero no queremos que sus descripciones se conviertan en
epitafios; por el contrario, queremos que sirvan para rescatarlas”,
finalizó Zaldívar.
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