• Es urgente profundizar en la
reflexión personal y la acción colectiva para detener
el uso de la ciencia y la tecnología al servicio del armamentismo,
dijo Ana María Cetto Kramis, del Instituto de Física
de la UNAM
• De 71 mil toneladas de armas químicas declaradas por
188 países miembros de una convención internacional,
se han destruido 44 mil (62 por ciento)
Los científicos tenemos una responsabilidad
ética ante el desarrollo de armas químicas como las que
se han utilizado recientemente en Siria, consideró Ana María
Cetto Kramis, investigadora del Instituto de Física (IF) de la
UNAM.
“El ataque masivo del 21 de agosto, que
acabó con cientos de civiles –aún no se sabe cuántos–
en ese país, revivió una problemática en torno
al uso, desarrollo, conservación y destrucción de estos
agentes químicos letales”, destacó al participar
en el ciclo de conferencias Jueves de Ética, organizado por el
Instituto de Química (IQ) de esta casa de estudios.
Doctora en física con estudios de posgrado
por la UNAM y la Universidad de Harvard, Cetto es experta en mecánica
cuántica y en energía nuclear. En su trayectoria académica
ha combinado su trabajo en esa disciplina con una preocupación
social de alcance mundial. Presidió el Consejo Ejecutivo de las
Conferencias Pugwash (Premio Nobel de la Paz 1995) y fue directora general
adjunta del Organismo Internacional de Energía Atómica
(Premio Nobel de la Paz 2005).
En la conferencia De la reflexión
individual a la acción colectiva, instó a “no
dejar que la conciencia se quede dormida” y a no estar cruzados
de brazos, como ciudadanos y especialmente como científicos,
para detener el uso de la ciencia y la tecnología al servicio
del armamentismo.
Convención de 188 países
En su ponencia, Cetto explicó que la
Convención para la Prohibición de las Armas Químicas,
administrada en La Haya, Holanda, por la Organización para la
Prohibición de las Armas Químicas, es uno de los acuerdos
internacionales más recientes que se han establecido.
“Los primeros países signatarios
la firmaron en 1993, muy tarde, pues las armas químicas existen
desde tiempos remotos en la historia; se usaron para matar a mucha gente
desde la Primera Guerra Mundial y actualmente se han convertido en dispositivos
de destrucción masiva”, acotó.
Precisamente esa utilización hizo que
se reconociera la necesidad de firmar algún tratado internacional
que limitara su desarrollo, uso, investigación, distribución,
venta y almacenamiento, y se promoviera y obligara a las naciones firmantes
a destruir sus arsenales.
“A la fecha, esta Convención ha
sido signada por 188 países y hay uno más en proceso.
Representan el 98 por ciento de la población global. De los arsenales,
se han destruido 44 mil de las 71 mil toneladas declaradas, lo que representa
el 62 por ciento. Así que de algo ha servido”, consideró.
Sin embargo, inspecciones internacionales
revelan que existen algunos no declarados y hay siete territorios que
todavía no forman parte de la Convención. “Siria
es uno de ellos. Aunque es miembro del Protocolo de Ginebra, que prohíbe
el uso de armas químicas en la guerra, tiene arsenal de potencial
masivo. Tampoco ha firmado la convención Israel, que también
tiene este tipo de armas”, detalló.
Cetto consideró que el uso de armas
químicas plantea una serie de preguntas que no se pueden soslayar.
“¿Dónde y quién
las desarrolla?, ¿con qué derecho legal y moral?, ¿cómo
está organizado el sistema de producción?, ¿con
qué recursos cuenta y quién los financia?, ¿cuáles
son los intereses que hay detrás?”, cuestionó.
Al dirigirse a sus colegas, preguntó
qué hace el resto de la comunidad de químicos al respecto;
si hay quién denuncie esas actividades, qué pasa con las
denuncias y los denunciantes; cómo se protege a la población
ante las amenazas de estas armas. “Creo que esto nos atañe
en algún grado”.
Claroscuros de la ciencia
Cetto recordó la historia de Fritz Haber,
químico alemán que en 1918 (el último año
de la Primera Guerra Mundial) fue galardonado con el Premio Nobel de
Química por su desarrollo de la síntesis del amoniaco,
fundamental para crear fertilizantes, pero también explosivos.
“La producción de alimentos mejoró
con sus métodos y su aplicación tuvo éxito en la
agricultura, pero también se le conoce como el padre de la guerra
química, por el desarrollo y el uso de los gases de cloro y otros
tóxicos durante la Primera Guerra Mundial”, relató.
Al conocer la contribución de Haber
al desarrollo de la guerra química, su esposa Clara Immerwahr,
que compartía la misma profesión, se suicidó.
En el lado opuesto de la participación
científica, se refirió al caso de la bióloga y
divulgadora estadounidense Rachel Carson, que en su libro Primavera
Silenciosa, de 1962, documentó los efectos nocivos de pesticidas
sobre la vida silvestre.
El título del texto, precisó,
se refiere al argumento de que el DDT mataría a los pájaros,
cuyo canto no se escucharía más en las próximas
estaciones.
“Carson inició su lucha con una
denuncia personal que se convirtió en un movimiento colectivo
e incidió en la conciencia ecológica, la prohibición
del DDT y la creación del Departamento de Medio Ambiente de Estados
Unidos”, concluyó.
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