Antes que dar a conocer su nombre verdadero, prefiere
revelar los motes con que lo humillaban a sus 13 años.
“Flaco”, “debilucho”, “alfeñique”
y “chaparro”, eran apenas algunos adjetivos
usados por los bravucones del colegio para denostarlo, y
eso si bien le iba, porque con frecuencia las agresiones
pasaban de lo verbal a lo físico. Hoy, aquel adolescente
es un luchador profesional que sobre el ring enfrenta a
todo tipo de adversarios, y fuera de él, al bullying
escolar.
En las primarias y secundarias de Iztapalapa, el
nombre del Tacubo se ha vuelto familiar, y no sólo
por sus proezas deportivas, sino porque los niños
saben que así se llama el enmascarado que va a los
salones de clase a hablar de este fenómeno, sin discursos
distantes como los que suelen dar las autoridades, sino
como alguien que alguna vez sufrió maltrato y, por
ello, les habla francamente y sin trabas.
“¿Ya fue a tu escuela?”, “estuvo
en la mía la semana pasada”, “visitó
la secu 152, donde están los meros rudos”,
relatan alumnos de la zona, y esto ha despertado la curiosidad
de cientos de padres de familia que, con insistencia, se
han dado a la tarea de buscar al luchador, pues también
desean que vaya a donde están sus hijos.
“La gente se ha enterado así de mi
labor fuera del encordado, por el ‘boca en boca’,
pero necesitamos mayor apoyo, más difusión
y, de ser posible, patrocinios, porque hablamos de una problemática
extendida que, por si fuera poco, se ha agravado por la
violencia en el país. Por un lado, los casos de abuso
aumentan; por el otro, el número de escuelas que
nos piden una visita parece no tener fin”, explica
el integrante del bando de los técnicos.
¿Cómo surgió esta iniciativa?
Como parte de mi servicio social de carrera. Me tardé
en presentarlo porque lo pensé mucho; desde el inicio
la intención era aportar algo que impactara socialmente,
desde mi trinchera deportiva, pero que al mismo tiempo,
incluyera lo que aprendí en la UNAM, porque también
soy licenciado en Ciencias de la Comunicación.
La construcción de un personaje
El Tacubo sabe que hay años emblemáticos
en la vida de cada individuo, y para él fue 1992.
“Acababa de salir el primer disco de Café Tacvba
y yo comenzaba a entrenar lucha libre; ¿quién
lo diría?, dos de mis más grandes pasiones
coincidían en espacio y tiempo, y ambas terminarían
por explicar lo que soy”.
De aquellos días, recuerda tres tipos de
batallas; la primera, la canción de ese nombre interpretada
por el grupo que rápidamente se convertiría
en su favorito; la segunda, la que libraba en el gimnasio
con la finalidad de convertirse en combatiente profesional,
y la tercera y más difícil, la que se le presentaba
a diario en la escuela, ante las agresiones de sus compañeros
de clase.
“Esta última fue la más dura,
pero por una parte, me ayudó mucho el deporte; me
sirvió para sobrellevar los maltratos y enfocarme
en otros asuntos. Por otro lado estaba la música,
soy de la banda que pasó las buenas y las malas escuchando
las rolas de los tacvbos, que las repetía
hasta aprendérselas de memoria. Mi personaje es un
homenaje a estas actividades que para mí fueron una
tabla de salvación en los momentos más rudos”.
Hoy, con su 1.75 de estatura y 73 kilogramos de
peso, pocos verían en él al niño delgado
de hace 20 años; sin embargo, al examinarlo de cerca,
los rasgos del pasado aparecen. Su máscara en blanco
y negro, con una cresta roja en la parte superior de la
cabeza, emula al pasamontañas usado por el cantante
Rubén Albarrán —quien con el tiempo
llegaría a ser su amigo— en la época
en que adoptó la personalidad del Gallo Gas, y la
elocuencia con que habla del bullying y sus estragos,
sólo puede venir de alguien que lo padeció.
Alguna vez, el mismo Albarrán le dijo “cada
vez que vences a un contrincante, te vences a ti mismo”,
palabras que recuerda de vez en vez, y que lo han llevado
a diversas reflexiones.
“No puedo dejar de ser quien soy, ni negar
mi historia. Adopté esta personalidad un 5 de mayo
de 2005, y aunque del 92 a la fecha ha pasado mucho tiempo,
lo único que puedo decir es que ésta, mi lucha,
no se modifica”.
Bullying, el enemigo a vencer
En su Estudio Internacional sobre Enseñanza
y Aprendizaje, la Organización para la Cooperación
y el Desarrollo Económicos (OCDE) refiere que México
ocupa el primer lugar entre los países miembro con
mayor violencia física, verbal, psicológica
y social entre alumnos de educación básica.
Éste es un escenario que, desde siempre,
ha preocupado al Tacubo; por ello, se acercó al Centro
de Integración Juvenil (CIJ) de Iztapalapa Oriente
con una propuesta: visitar, en su faceta de luchador, diferentes
escuelas y ofrecer dinámicas encaminadas a, como
él dice, “generar una convivencia chida
en el salón de clases”.
Hasta el momento ha recorrido más de 50
planteles y ya rebasó, por mucho, las 480 horas reglamentarias
que exige el servicio social de carrera. “Más
que un requisito académico, con esta actividad quise
llevar algo de mí a la bandita joven que
vive cosas parecidas a las que me acontecieron, y así
generar un cambio”.
Compartir sus vivencias con estudiantes lo ha convertido
no sólo en una figura modélica, sino en una
suerte de confidente espontáneo para los pequeños.
“Una de las experiencias más conmovedoras
la viví en una primaria de El Salado, en Iztapalapa,
muy cerca de Ciudad Neza. Al terminar la dinámica
que presenté, un niño me pidió hablar
con él, pero en privado. Me confesó ser agresor
y disfrutar al golpear a sus compañeros, pero sabía
que eso estaba mal y deseaba parar. Luego, me describió
la violencia a la que era sometido en casa y lloró
conmigo; le prometí seguir en contacto. Al terminar,
la directora del plantel se me acercó y dijo: ‘Ése
es uno de los más problemáticos, ¿qué
le dijo?’; sólo le respondí: ‘Lo
siento, profesora, eso quedará como un secreto entre
él y yo’”.
De aquella experiencia, el Tacubo llegó
a dos conclusiones; “que no hay chico malo, pues cada
uno canaliza sus energías a partir de lo que vive,
y que es preciso hablar con todos, tanto con los golpeados
como con los golpeadores. Debemos entender que todos somos
parte del problema y, también, parte de la solución”.
Reconocimiento universitario
Por su labor en las escuelas, el Tacubo obtuvo
el Premio al Servicio Social Dr. Gustavo Baz Prada,
de la UNAM. “¿Sabes lo que es subir al estrado,
donde está el rector, así, encapuchado? El
personal de seguridad no me dejaba siquiera acercarme, les
parecía extraño. No obstante, tras explicar
la razón de mi atuendo, pude hacerlo e incluso tomarme
la foto con el doctor Narro; fue directito al Face”.
Anécdotas como ésta, en torno a su
máscara, dice tener muchas. “Al llegar a una
escuela y ver la cresta galliforme, hay pequeños
que me gritan ‘¡ése mi Chicken Little!’,
‘¡ése mi Pollito Pío-Pío!’,
y cosas por el estilo, que me divierten mucho, pues forman
parte del día a día de quien debe ocultar
su rostro para hacer bien su trabajo”.
Y es que —añade— vivir dos vidas
no es fácil, y menos mantenerlas separadas. “Por
un lado, está el profesionista que trabaja y paga
sus impuestos; por otro, el personaje que sube al cuadrilátero
y va a las escuelas, y nunca dejo que estos aspectos se
mezclen. Soy de los pocos luchadores que defienden celosamente
su identidad; respeto mucho mi máscara y por eso
fui a la entrega del Baz Prada con ella, ¿cómo
no hacerlo si a través de ella veo a los ojos de
un niño?
Un mito urbano
El anonimato con que vive el Tacubo ha hecho de
él una especie de mito urbano. Playeras con su efigie
se venden en el mercado de El Chopo (“y te juro que
no son mis locales ni obtengo regalías de ello”,
bromea), en puestos callejeros y en los expendios de mercancía
pirata que se oferta al finalizar un concierto
de rock.
“Mucha gente cree que soy un personaje ficticio
y al encontrarse conmigo me preguntan ‘¿te
cae que eres real?’, ¡y claro que lo soy!
Sin embargo, esto me pasa con frecuencia. En una ocasión,
asistí así, encapuchado, a la tocada de los
20 años de Café Tacvba, y quien me vio puede
constatar que yo era quien más saltaba en las primeras
filas. Al salir, vi que una señora vendía
ropa con mi máscara estampada. ‘¿Qué
onda, jefa? Le firmo camisetas y usted regáleme
una’, le dije… No creyó que fuera yo
y sólo recibí desaires”.
Estos episodios, en vez de frustrarlo, lo hacen
constatar que vivir en el imaginario colectivo de la chilanga
banda es su mayor fortaleza, pues a partir de la fantasía
de los demás se recrea, su fama trasciende al hombre
de carne y hueso y así, para muchos, ya es, más
que un luchador de los encordados, uno de lo social.
“Aunque suene trillado, el Tacubo somos todos,
la gente es la que me construye y, al final, represento
muchas de sus aspiraciones; de ahí que funcione como
figura contra el bullying, y que los alumnos que
han asistido a mis dinámicas pasen la voz a sus conocidos,
lo que importa es transmitir el mensaje”, expone.
“A veces creo que estar presente a través
de lo que cuenta la gente acrecienta esta condición
de leyenda urbana; imagínate, si alguien te dijera
‘hay un luchador que visita las escuelas para hablar
con los niños de sus problemas’, honestamente,
¿le creerías? A mí me parecería
que eso suena a mito, pero si ello sirve para fortalecer
mi labor y a hacer de este mundo un lugar aunque sea un
poquito mejor, yo no tengo ningún problema”.
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