• Laurent Raymond Loinard, del
Centro de Radioastronomía y Astrofísica de la UNAM,
ha perfeccionado la interferometría de larga línea
de base, método que permite determinar con precisión
la distancia que hay a diversos cuerpos estelares
• El universitario ha dedicado gran parte de su carrera a
estudiar los astros de reciente formación con la finalidad
de entender mejor cómo surgieron el Sol y sus planetas
¿Qué podríamos hacer
con un telescopio de ocho mil kilómetros de diámetro?
De entrada, sería posible, desde la Ciudad de México,
dirigirlo hacia Manhattan y leer la última edición de
The New York Times, sin que se nos vaya una sola letra y
sin perder detalle del más pequeño manchón de
tinta.
Sin embargo, Laurent Raymond Loinard, del
Centro de Radioastronomía y Astrofísica (CRyA) que la
UNAM tiene en Morelia, señala, “si disponemos de algo
de esas dimensiones, ¿para qué desperdiciarlo en hojear
un diario? Yo prefiero dirigirlo al cielo y observar cómo nacen
las estrellas”.
El científico de origen francés,
pero nacionalizado mexicano, trabaja a diario con un aparato con la
capacidad antes mencionada, una herramienta tan potente que, si hubiera
un conejo en la Luna, podríamos acercarnos tanto como para
ver su nariz moverse al ritmo de sus olfateos; sin embargo, él
usa esta potencia para escudriñar las zonas en que nacen los
astros.
“Al asomarnos a esos procesos asistimos
a otra manera de entender cómo surgió nuestro Sol y
sus ocho planetas”.
No obstante, hablar de una lente de ocho
mil kilómetros es describir una estructura imposible, pues
algo de tales dimensiones abarcaría países enteros.
“En vez de ello, lo que tenemos es una red de 10 radiotelescopios
interconectados que funcionan como un gigantesco ocular que empezara
en el océano Pacífico y concluyera en el Caribe, pues
el primero está en Hawai, el último en las Islas Vírgenes,
y en medio hay ocho más, distribuidos a lo largo del EU continental”.
Este peculiar conjunto recibe el nombre de
VLBA (siglas de Very Long Baseline Array), y consta de una decena
de antenas parabólicas idénticas, de 25 metros de diámetro
y 240 toneladas de peso, que operan al unísono y apuntan a
un mismo objeto en el cielo.
El resultado es que este desarrollo, manejado
por la NRAO (siglas en inglés de Observatorio Nacional de Radioastronomía),
capta imágenes más nítidas que las de cualquier
otro telescopio, sin importar si está en Tierra o flota en
el espacio, como el mítico Hubble.
Para lograr esta definición, cada
una de las 10 antenas graba todo lo que está a su alcance y
envía esta información a un centro común, localizado
en Nuevo México, EU, donde un aparato, llamado correlador,
junta y da coherencia a la información y genera observaciones
semejantes a las que uno hubiera obtenido con un solo aparato para
observar el espacio, pero de miles de kilómetros.
México, en el mapa estelar
Los 10 telescopios con que trabaja Loinard
pertenecen al Observatorio Nacional de Radioastronomía de Estados
Unidos (NRAO, por sus siglas en inglés), una entidad con una
larga historia de cooperación con el Centro de Radioastronomía
y Astrofísica en Morelia.
“Hemos participado con ellos en proyectos
tanto técnicos como científicos a través de iniciativas
tanto del Conacyt como de la UNAM. Tenemos un contacto estrecho y
viajamos con tanta frecuencia a Nuevo México, que ellos nos
consideran parte de su consorcio”.
Hasta ahora, el intercambio ha sido estrecho,
pero Loinard está empeñado en que lo sea aún
más, al grado de que ha hecho gestiones para que el Gran Telecopio
Milimétrico (GTM), edificado en la Sierra Negra de Puebla,
se convierta en el integrante número 11 de este particular
arreglo de antenas.
“Su inclusión sería de
gran ayuda, porque nos permitiría obtener imágenes mucho
más claras y, además, hacer trabajo desde nuestro país”,
expuso Loinard.
Sin embargo, la puesta en marcha del GTM
se ha demorado, lo que dificulta la inclusión de este mirador;
sin embargo, esto no ha representado freno alguno para Loinard y su
equipo, que desde Morelia, exploran a diario el espacio para crear
una cartografía precisa de las regiones en las que surgen las
estrellas, labor que ha arrojado un resultado inesperado pero sumamente
inesperado para ellos, “poner a México en el mapa estelar”
Más preciso que el Hubble
Loinard ha perfeccionado la manera de trabajar
con este arreglo de telescopios, método que recibe el nombre
de interferometría de larga línea de base, “y
nos ayuda a obtener imágenes cientos de veces más precisas
que las del Hubble”.
Tanto por este desarrollo, como por sus estudios
sobre el nacimiento de las estrellas, el astrónomo recientemente
obtuvo el Premio Friedrich Wilhelm Bessel, que otorga Alemania
a través de la Fundación Von Humboldt.
“Es un reconocimiento que se otorga
a científicos a la mitad de su carrera —ni jóvenes
ni viejos— y que recibo por algo que me ha apasionado siempre,
cómo surgen los astros. Cuando inicié me enfocaba a
su química, en qué tipo de moléculas había
en estos momentos primigenios. Ahora me dedico a medir a qué
distancia estamos de ellas, en obtener imágenes que nos digan
más de estos procesos, que fueron los mismos que dieron pie
a nuestro Sol y sus planetas y, por ende, a la Tierra en que vivimos”.
Nace una estrella
El Sol siempre ha acompañado al hombre
y sobre él se han creado mitos, religiones e incluso hay relatos
bíblicos que narran cómo en una ocasión éste
se detuvo a mitad de los cielos; también ha servido para fijar
calendarios, orientar a los marinos en su retorno a casa y pronosticar
el clima; sin embargo, pese a esta larga relación, aún
desconocemos aspectos básicos de esta esfera celeste, como
el de su nacimiento.
Entender la génesis de nuestro astro
y sus planetas ha sido una de las pasiones de Loinard, quien en un
principio se dedicó a estudiar qué fenómenos
químicos se produjeron en ese primer instante, pero gradualmente
se interesó en las regiones en las que se gestan astros parecidos
a nuestro Sol, y al revisar los cálculos de qué tan
distantes se hallan de la Tierra, se percató de que los datos
disponibles eran sumamente imprecisos.
“Una de las dificultades que enfrentamos
los astrónomos que nos dedicamos a esto es que ignoramos a
qué distancia se localizan estas regiones. Podemos verlas en
el cielo y apreciar su repartición, pero desconocemos la profundidad.
Dos objetos aparentemente contiguos podrían estar a 100 años
luz uno del otro”.
Hasta antes de Loinard, las estimaciones
más precisas tenían un margen de error de hasta 30 por
ciento, pero el universitario redujo esta cifra de equívoco
a un uno por ciento.
“¿Cómo lo hice? Tomé
un método parecido al que emplean los topógrafos para
determinar el tamaño de una montaña. Para ello, estos
medidores profesionales observan el promontorio y luego se mueven
100, o mil metros, y repiten la operación. Así, después
de repetir el procedimiento y comparar las pequeñas diferencias,
son capaces de calcular la geometría del objeto”.
Pero el astrónomo es enfático
al explicar que lo que él hace, aunque en principio se parece
a lo realizado por estos hombres, por tratarse de estrellas se requieren
métodos diferentes.
“Debemos considerar que estos cuerpos
se encuentran sumamente lejos y que los telescopios están fijos,
no podemos moverlos a antojo. Entonces, lo que debemos hacer es ser
pacientes y esperar a que la Tierra se desplace en su órbita”.
Para hacer este trabajo, Loinard explica
que él puede hacer una observación en enero, cuando
nuestro planeta está de cierto lado del Sol, y luego otra en
junio, porque se encuentra del lado opuesto. “Tomar mediciones
con seis meses de diferencia nos permite apreciar cómo cambia
la posición de las estrellas en la bóveda celeste y,
a partir de ello, hacer cálculos como los que realizaría
un topógrafo en la Tierra”.
Esta técnica se llama interferometría
de larga línea de base, y aunque la diferencia entre una observación
y otra es muy pequeña, permite medir con mucha precisión
la distancia a la que se encuentra el objeto estudiado.
Entender el Sol
Desde hace tiempo, los astrónomos
utilizan la interferometría para estudiar objetos sumamente
lejanos, como los núcleos de las galaxias o los agujeros negros,
pero fue a Loinard a quien se le ocurrió echar mano de esta
técnica para explorar regiones mucho más próximas,
a 400 años luz de distancia, y analizar la formación
estelar.
“Comencé a hacerlo desde hace
10 años y me entusiasmó tanto lo logrado que, desde
entonces, esto se ha vuelto mi línea principal de investigación.
La importancia de los datos obtenidos radica en que, al medir de manera
precisa la distancia de las estrellas recién nacidas, podemos
entender mejor sus características, es decir, su masa, tamaño
y luminosidad, algo indispensable a la hora de desarrollar nuevos
modelos teóricos que nos expliquen cómo surgió
el Sol”.
El astrónomo expuso que es a partir
de estos parámetros que es posible desarrollar propuestas más
apegadas a la realidad, “pues muchas de las formuladas incluso
hace unos años describían condiciones muy diferentes
a las que hoy sabemos se dan en este tipo de fenómenos”.
La técnica desarrollada por Loinard
ha cambiado el panorama para quienes estudian el nacimiento de las
estrellas, “aunque ni siquiera sé cómo se me ocurrió
usar la interferometría de esta manera. La había empleado
antes, y un buen día me di cuenta que podía echar mano
de ella para estudiar estos fenómenos, y los resultados obtenidos
desde entonces son cada vez más precisos. Se podría
decir que con esto estamos entrando en la era de la astronomía
de precisión”.
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