• Unos 15 han presentado una
actividad importante en tiempos históricos, como el de Colima,
el Popocatépetl, el Paricutín y el Ceboruco
A diferencia de los huracanes que pueden
registrarse de 10 a 15 cada temporada, o los sismos, que por lo menos
ocurre uno importante cada año y uno muy fuerte cada dos o
tres décadas, las erupciones volcánicas tienen periodos
de recurrencia más prolongados, en especial, las destructivas.
“En el caso de México, el promedio
es de seis por siglo en distintos volcanes. Esto hace que el periodo
de recurrencia sea más extenso”, explicó Servando
de la Cruz Reyna, investigador del Departamento de Vulcanología
del Instituto de Geofísica (IGf), de la UNAM.
Si bien la actividad puede representar, a
largo plazo, un riesgo para diversas poblaciones, es posible prevenirla
si los habitantes y las autoridades tienen la conciencia y la percepción,
basadas en conocimientos científicos.
Por ello, es fundamental realizar investigaciones
no sólo sobre el fenómeno en sí, sino también
sobre el impacto que puede ocasionar y la forma de prevención.
“Apenas en 1970 el estudio sistemático
del riesgo y el impacto se incorporó a la ciencia. La intención
es analizar el evento, sus componentes destructivos, el impacto en
la sociedad y qué puede hacer ésta para reducirlo, o
incluso, eliminarlo”, precisó De la Cruz Reyna.
El peor desastre volcánico del siglo
XX en el país fue el Chichón, en Chiapas, en 1982; se
estima que ocasionó entre mil 700 y dos mil víctimas,
y un daño económico de alrededor de cuatro mil millones
de dólares.
En aquella época no era considerado
de alto peligro, porque sus erupciones tenían un periodo medio
de recurrencia de unos 600 años o más (la anterior había
ocurrido 750 años atrás, y la previa a ésta,
más o menos en el mismo lapso).
“En ese tiempo tan largo se perdió
la conciencia y la percepción de que era peligroso. Así,
a pesar de que tiene periodos de recurrencia muy prolongados, causó
el peor desastre del siglo XX en México”, indicó
el investigador universitario.
En nuestro país, unos 15 volcanes
han presentado una actividad importante en tiempos históricos,
como el de Colima, el Popocatépetl, el Paricutín (en
Michoacán) y el Ceboruco (en Nayarit).
La última gran actividad del de Colima
fue en 1913, y las anteriores a ésta, en 1890 y 1818. Sin embargo,
en el tiempo transcurrido se presentaron innumerables episodios menores;
desde 1960 se mantienen relativamente persistentes hasta el momento.
“De ahí que sea un problema
complejo hablar de un volcán de alto riesgo, porque una cosa
es que tenga una actividad frecuente, y otra, que exista o no población
vulnerable en sus alrededores. El riesgo es una combinación
de ambos parámetros”, comentó.
En el caso del Popocatépetl tiene
erupciones grandes con periodos de recurrencia largos. La última
fue hace mil 200 años, y probablemente causó un daño
severo en poblaciones localizadas en sus cercanías.
“Pero esta memoria se pierde, por lo
que la percepción que tiene la gente actualmente es que se
trata de un volcán con una actividad menor, reducida, como
la que hemos visto desde 1994. De 1500 a la fecha, ha presentado unos
13 eventos similares al actual. Lo que no se puede perder de vista
es que tanto el Popocatépetl, como el Volcán de Colima,
y otros, poseen el potencial de producir erupciones mucho más
grandes”, señaló el investigador.
El análisis y la cuantificación
del peligro y el riesgo, involucra diferentes factores: el alto rango
de magnitudes e intensidades de una erupción, que puede ser
desde muy pequeña hasta muy destructiva; el grado de vulnerabilidad
de la población localizada cerca del mismo, y el periodo de
recurrencia.
“Todos estos factores combinados son
uno de los temas de investigación más importantes en
el campo de la vulcanología”.
En el caso de los sismos, se pueden medir
con bastante precisión y para ello se utilizan dos parámetros:
la magnitud, que es la energía que libera el fenómeno
en su fuente, y la intensidad, la energía que llega a un sitio
determinado.
En cambio, en el caso de los volcanes hay
una gran dificultad para medir o cuantificar sus erupciones porque,
a diferencia de los sismos, que sólo liberan energía
elástica (energía de movimiento del suelo), aquéllos
liberan varios tipos: térmica, cinética, explosiva y
convectiva.
“Cada una de éstas es distinta
en cada evento, por ello es muy difícil determinar cuál
de ellas es la más destructiva, y por eso no contamos con una
escala uniforme para las magnitudes. Esto dificulta la definición
del peligro y el riesgo en términos del parámetro de
la energía”, apuntó.
En forma más general se habla de la
dimensión de una erupción como el volumen total de magma
emitido. Sin embargo, si este último es lanzado en una forma
súbita y explosiva, representará más peligro
que si sale lentamente como lava del cráter.
“Aquí entra en juego otro factor:
la velocidad a la que se desarrolla; es el más importante y
varía mucho de un estilo a otro. Ahora bien, puede darse una
magnitud muy grande con una intensidad muy pequeña, o una intensidad
muy grande con una magnitud relativamente pequeña, como fueron
los casos del Chichón y Santa Elena, en Estados Unidos.
“En los dos, las explosiones fueron
muy intensas, muy destructivas, pero la cantidad total de magma no
fue demasiado grande, si se le compara con la de otras importantes”,
aseguró.
Por otro lado, hay erupciones que pueden
generar una gran cantidad de magma, pero cuyo efecto destructivo no
resulta tan intenso porque se desarrollan con lentitud, como sucedió
con el Paricutín en 1943.
“La lava cubrió varias decenas
de kilómetros cuadrados, pero a lo largo de nueve años;
entonces, hubo suficiente tiempo para evacuar a la población
y tomar todas las medidas precautorias”, finalizó.
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