• Las marcas fueron halladas
en Puebla; es la primera vez que se encuentran pisadas de este tipo
de animales en territorio nacional, expuso Raúl Gío,
secretario académico del Instituto de Ciencias del Mar y
Limnología, de la UNAM
• A partir de estos vestigios es posible reconstruir algunos
aspectos físicos y de conducta de estos reptiles alados,
añadió Catalina Gómez Espinosa, profesora de
Paleobiología en la Facultad de Ciencias
En Puebla, en la Reserva de la Biosfera Tehuacán-Cuicatlán,
existe un muro de arenisca que es casi una fotografía de un evento
acontecido hace 110 millones de años. En esta pared, que se levanta
en medio de un desierto, es posible apreciar 169 huellas grabadas en
piedra: unas, de cocodrilos del Cretácico Inferior en plena caza;
otras, de tortugas que deambulaban por el lugar, y las últimas
son marcas nunca antes vistas en el país, pisadas de pterosaurios
—reptiles con alas— que, en algún momento, hicieron
una pausa en su vuelo para aparearse en lo que hoy es nuestro territorio.
“Hasta hace poco se sospechaba que estos
seres planeaban sobre la zona, pero no había ninguna huella que
lo corroborara; de ahí la importancia del hallazgo”, señaló
Raúl Gío-Argáez, secretario académico del
Instituto de Ciencias del Mar y Limnología, de la UNAM.
El investigador, junto con la profesora Catalina
Gómez Espinosa y un grupo de estudiantes de Biología —entre
los que se encuentra la tesista Dafne Uscanga—, actualmente trabaja
en la zona para sacar a la luz ese antiquísimo retablo que arroja
nueva luz sobre un episodio escrito hace millones de años, y
sobre la conducta y características de criaturas que hace mucho
dejaron de existir.
“Imaginar no es un asunto insustancial
nosotros lo hacemos con frecuencia, pero a partir de evidencias”,
expuso Catalina Gómez, quien confesó haber pasado muchas
horas frente a las huellas, en ocasiones a rapel y en posiciones incómodas,
para escudriñarlas y así entender qué intentan
decirle, qué le sugiere su distribución.
“Hay mucho que podemos suponer con sólo
posar los ojos en esa superficie. Por ejemplo, las pisadas están
agrupadas en algunas partes, en otras lucen dispersas. Además,
varían en tamaño, lo que nos habla de animales de distintas
dimensiones y, algo sumamente extraño, es que éstas nunca
se traslapan. Esos son bastantes elementos para imaginar, para intentar
reconstruir qué pasó ahí”.
Una mirada al pasado
Hace 110 millones de años, lo que hoy
es México se veía muy diferente a como luce hoy día.
Gran parte de su superficie estaba sumergida en aguas tropicales, las
cálidas olas golpeaban zonas actualmente enclavadas a cientos
de kilómetros del mar, y muchas regiones hoy desérticas
eran playas donde pululaba la vida.
“Aunque no lo parezca, esta pared de
arenisca, en medio del desierto, nos platica que alguna vez hubo aquí
un océano”, indicó Gómez Espinosa, quien
agregó que pese a lo desconcertante que parezca encontrar huellas
en una superficie vertical, como si los animales hubieran caminado sobre
una pared, en realidad esto se debe a que, con el tiempo, el movimiento
de las placas levantó ese bloque de piedra hasta ponerlo de pie.
“Si sabemos mirar, la Tierra nos cuenta
su historia, como en este lugar, del que sabemos fue una costa bañada
por el oleaje, aunque ahora esté sembrado de cactáceas.
Ese pasado acuático queda revelado a partir de nuestros análisis,
pues encontramos capas de ostras, grietas de desecación y un
fenómeno llamado laminación cruzada, que se observa en
lugares que estuvieron en contacto con el mar”, explicó
la profesora de la Facultad de Ciencias.
No obstante, para la especialista en biología
evolutiva, lo más revelador son las huellas encontradas, porque
a partir de ellas es posible rehacer algo de lo que nadie podría
tener memoria, excepto la roca.
“Se trata de un registro icnofósil
muy preciso. En este muro vemos pisadas de tortuga, con todo y sus pequeñas
garras, muy bien definidas, pero también observamos cocodrilos
en plena caza, ¿y cómo lo sabemos? Porque estos reptiles,
al desplazarse, dejan justo en el centro de su andar un pequeño
surco, producido por su cola al rozar el suelo. Aquí no vemos
esa línea delatora, por lo que sabemos que estas trazas las dejaron
al correr, algo que hacen al lanzarse sobre una presa”.
Sin embargo, para Gómez, lo más
destacado son las impresiones de las extremidades de los pterosaurios,
que miden entre 17 y 20 centímetros y que fueron dejadas por
seres de talla media (estos reptiles con alas tenían variedades
de dimensiones tan pequeñas como las de un gorrión y otras
que alcanzaban los dos metros de envergadura, como el albatros).
Las marcas tenían una disposición
tan particular, expuso la doctora, que además de ser un testimonio
de su tamaño, reproducen todo un ritual de apareamiento.
“En la roca vemos las pisadas de un espécimen
masculino rodeado de hembras, lo que nos muestra, en apenas unas cuantas
trazas, que estos animales tendían a conformar harenes”.
Buscar, indagar, encontrar, hacer hipótesis
es tan sólo parte de ser “detectives del pasado”,
como describen tanto ella como Gío a la labor que realizan; por
ello, ya preparan una siguiente expedición a la zona para desenterrar
nuevas pistas, para desempolvar nuevas historias.
Un hallazgo a la vista de todos, pero visible
para pocos
De ser una playa visitada por pterosaurios,
110 millones de años más tarde esta zona es conocida como
Reserva de la Biosfera Tehuacán-Cuicatlán, una región
rica en cactáceas, fósiles y animales como el tejón
o el venado de cola blanca.
Condiciones como el clima, que apenas permite
la agricultura nómada de temporal, han hecho que algunos habitantes
se hayan especializado en ofrecer recorridos ecoturísticos y
en llevar a los forasteros tras los pasos de los dinosaurios, práctica
que los ha vuelto expertos en detectar huellas que un ojo no entrenado
pasaría por alto.
Por ello, al localizar un muro cubierto de
vegetación, y salpicado de oquedades que parecían hechas
por centenas de seres vivos, uno de los habitantes dio aviso del hallazgo,
aunque sin mucha suerte, hasta que, en octubre de 2010, llegó
un grupo de estudiantes de la Facultad de Ciencias, comandado por Gío,
para realizar prácticas en el lugar.
El lugareño estaba cierto de que eran
huellas, pero ignoraba de qué, y aunque informó de esto,
quienes iban sólo veían un muro con muchos agujeritos,
nada más.
“Conozco el lugar desde 1963, así
que al oír el relato intuí que había algo digno
de verse. Por ello tomamos camino, nos dirigimos al lugar, y tras limpiar
el afloramiento, me di cuenta de la magnitud del hallazgo. A medida
que retirábamos la vegetación, aparecían más
y más impresiones de patas, hasta superar la centena”,
comentó Gío-Argáez, quien supo en ese momento que
tenía una ardua labor por delante.
Una pared transformada en ventana al pasado
Debido a que las marcas estaban incrustadas
en una pared vertical, lo que se hizo fue sacar un molde con plastilina
para, de ahí, obtener una horma de caucho, pues es la única
manera de ver cómo eran originalmente las huellas, explicó.
“Este paso es indispensable, porque en
el muro es muy complicado apreciar la profundidad y dimensiones de las
pisadas, pero con un molde podemos calcular ángulos, distancias
entre una marca y otra, obtener una interpretación paleontológica
de los organismos y hacer hipótesis de qué hacían
las criaturas en ese lugar”.
La pendiente de la superficie, que en algunas
zonas es de casi de 90 grados, dificultó la labor, expuso el
biólogo; sin embargo, eso no representó un óbice
a la hora de realizar su labor, ni que en una de las expediciones se
les descompusiera el automóvil, ni siquiera el adverso clima
o las temperaturas por encima de los 40 grados centígrados.
“El entusiasmo de los estudiantes, la
colaboración de los lugareños e incluso la osadía
de Catalina Gómez —que hizo rapel y trabajó suspendida
en el aire apenas por una cuerda— es lo que nos ha permitido reconstruir
ese escenario”.
Cuando despertó, el dinosaurio todavía
estaba allí
En la época en que Raúl Gío
estudiaba Biología, allá por los años 60, los catedráticos
eran muy enfáticos al decir, “en México nunca hubo
dinosaurios”, y su argumento era que en el país no se habían
hallado fósiles, ni tampoco huellas.
“Esto era algo que dábamos por
sentado, y nos parecía que estos reptiles gigantes eran asunto
exclusivo de Europa y demás regiones lejanas; sin embargo, en
algún momento se encontró en Michoacán la pisada
de un gran herbívoro que había resbalado en el lodo, y
todo cambió”.
Al respecto, Gío se dice sorprendido
de cómo en 50 años se ha transformado la disciplina en
el país, de manera tan acelerada, pues no dejan de aparecer marcas,
huesos y fósiles que traslucen una realidad muy distinta y mucho
más amplia de la que tradicionalmente se enseñaba en las
aulas.
“Tenemos cada vez más elementos
que nos hacen replantear preceptos que tomábamos por básicos”,
acotó el científico, quien recuerda la emoción
que le provocó, como joven, saber que alguien, en algún
paraje michoacano, había encontrado evidencias de que un dinosaurio
dio un paso en falso y patinó en el fango, “porque eso,
súbitamente, nos abrió todo un campo de estudio aquí,
en nuestro territorio”.
Al respecto, concluyó, “hasta
hace poco había quienes decían que en México no
hubo pterosaurios, y lo que acabamos de descubrir en Puebla contradice
esa postura. Este hallazgo desmiente muchas cosas y, lo más alentador,
es que nos sugiere muchas más. Esperemos a ver qué pasa,
a lo mejor estas huellas de reptiles voladores sean tan importantes
como las que aquel dinosaurio de Michoacán dejó algún
día en el lodo. Sólo el tiempo lo dirá”.
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