Boletín UNAM-DGCS-610
Ciudad Universitaria.
11:00 hrs. 15 de octubre de 2011

 


Amanda Gálvez Mariscal

           

LA COCINA TRADICIONAL MEXICANA, UNA RESPUESTA AL SOBREPESO Y OBESIDAD

 

• Los platillos desarrollados por las culturas mesoamericanas son naturalmente equilibrados y podrían contrarrestar los padecimientos ocasionados por dietas de países industrializados, expuso Amanda Gálvez Mariscal, investigadora de la Facultad de Química de la UNAM, en ocasión del Día Mundial de la Alimentación

En México, día con día aumenta el número de personas declaradas formalmente obesas. Este hecho ha asombrado a médicos de todas las especialidades, quienes hace una década no imaginaban que los índices se dispararían a los niveles registrados en la actualidad.

Desde las instituciones dedicadas al cuidado de la salud se han lanzado diversas campañas y programas con el fin de controlar este fenómeno. Como medidas para contrarrestar este mal se han propuesto dietas, rutinas de ejercicios y costosos tratamientos, casi todos, excepto una alternativa que menguaría, de manera sencilla y económica, muchos de estos problemas, “regresar a la comida tradicional”, señaló Amanda Gálvez Mariscal, investigadora de la Facultad de Química (FQ) de la UNAM, en ocasión del Día Mundial de la Alimentación que se conmemora este 16 de octubre.

Antes consumíamos pozole, hoy lo usual es comprar sopas instantáneas; cada vez son menos los platos de huauzontle servidos a la mesa y más los pedidos telefónicos a la pizzería, y los tlacoyos ceden su lugar a las hamburguesas, mientras que los nopales y aguas frescas sucumben al embate de las papas fritas y los refrescos; “la vida moderna nos ha obligado a cambiar muchos de nuestros hábitos, y en este trueque no necesariamente ganamos”, añadió la también coordinadora del Programa Universitario de Alimentos (PUAL).

Adoptar patrones alimenticios que vienen de fuera ha hecho mella a lo largo del país, advirtió Gálvez Mariscal, “y los consecuencias están a la vista de todos, aproximadamente un tercio de los niños mexicanos tienen sobrepeso y siete de cada 10 adultos, también”.

Además, indicó que los males derivados del aumento de peso son, principalmente, diabetes y enfermedades isquémicas del corazón y cerebro-vasculares, “justo las tres principales causas de muerte en México”.

Cultura contra evolución

Aunque hay quienes lo ven como un asunto simple, alimentarse es un proceso psicosocial sumamente complejo, explicó Gálvez, pues más allá de los simplismos que señalan, “se trata, sencillamente, de comer para nutrirse”, en realidad esto comprende variables relacionadas con los gustos, la cultura e incluso con el momento emotivo que atraviesa cada individuo; “por ejemplo, hay gente que come si está triste, otra lo hace al sentirse contenta e incluso hay quienes elevan su ingesta al consumir alcohol, porque esto deprime la conciencia”.

Un personaje literario famoso justamente por beber y comer desmedidamente, especialmente al estar eufórico, es Pantagruel, un gigante salido de la pluma de Rabelais y que sirvió al escritor francés para satirizar los excesos alimenticios de Occidente, pues en la mesa de esta criatura no había un solo espacio libre, todo estaba ocupado por copas rebosantes de vino, carnes grasosas y pastelería saturada de azúcar, “algo que la naturaleza jamás supuso que el hombre tendría que digerir”.

Si tuviéramos que determinar un momento que nos ayude a entender cómo la alimentación humana se comenzó a transformar, es decir, “un érase una vez” que sirva de punto de partida para este relato, deberíamos remontarnos al Paleolítico Superior, dijo.

En ese entonces, nuestros ancestros se alimentaban a la manera de los primates, con lo que encontraban en la naturaleza. “Se comía a cada rato y la dieta era prácticamente vegetariana, a menos que encontraran algún animalillo por ahí, entonces carne”.

¿Qué pasó para que aquellos masticadores de plantas tuvieran descendientes aficionados a los banquetes pantagruélicos? “Millones de años de evolución dictaban que debíamos comer ciertas cosas; lo que nos llevó a esta transición la invención de la agricultura, nacida hace apenas 10 mil años, que nos impuso otros alimentos muy diferentes a los de la caza que se consumían eventualmente. A partir de ahí, comenzamos a comer granos harinosos”, comentó.

El sembrar semillas permitió escoger especies y darles las características que hoy tienen; ejemplo de esto es el maíz, que en un principio era una especie de pasto (el teocintle) con apenas unos cuantos granos duros, muy diferente de la mazorca actual, tan útil para ser cosechada y tan inútil para reproducirse sola, sin la intervención de una mano campesina, y la caña de azúcar, creada por los egipcios, es un caso muy similar.

“Así entraron elementos hasta entonces extraños en nuestra dieta, pues el hombre no evolucionó para ingerir harinas en gran cantidad, y mucho menos azúcar refinada, estamos diseñados para consumir bayas, verduras, frutas, nueces, hierbas y, ocasionalmente, un poco de carne”.

La tradición mesoamericana

En el mercado de la gran Tenochtitlán era común ver (a decir de Alfonso Reyes en Visión de Anáhuac) “verduras en cantidad, y sobre todo, cebolla, puerro, ajo, borraja, mastuerzo, berro, acedera, cardos y tagarninas. Los capulines y las ciruelas son las frutas que más se venden. Miel de abejas y cera de panal; miel de caña de maíz, tan untuosa y dulce como la de azúcar y miel de maguey”.

“El uso de estas variedades en nuestra cocina tradicional es reflejo de la sabiduría prehispánica”, expuso Amanda Gálvez, quien indicó que la combinación de acelgas, quintoniles, nopales y demás plantas cultivadas en la milpa, al combinarse, tienen propiedades alimenticias difícilmente vistas en cocinas nacidas en otros lados del mundo.

“¿Sabías que las proteínas contenidas en el maíz y las del frijol son deficientes, pero que al juntarlas se vuelven tan efectivas que con ellas se iguala prácticamente el valor nutrimental de la carne? Las leguminosas complementan las carencias de los cereales y viceversa, lo que crea una sinergia muy interesante; sin embargo, cada vez se consume más fast food y menos enfrijoladas”.

Además, añadió, hay una máxima que las abuelas, sin ser nutriólogas, sabían y aplicaban en sus recetas: “hay que comer más verduras y más variado”, y la ciencia ha corroborado que su decir es cierto, pues se ha demostrado que en los platillos preparados en las estufas de antaño, y con estos tradicionales ingredientes, están presentes una serie de moléculas muy pequeñas, pero muy importantes para nuestra salud, conocidas como fitoquímicos.

“Los ingredientes típicos de nuestra gastronomía están cargados de fitoestrógenos, isoflavonoides, antocianinas y sulforafanos, entre otras sustancias que protegen nuestra salud por ser antioxidantes, evitar accidentes cardiovasculares, mejorar la visión y, además, contienen una buena cantidad de vitaminas. Por ello, hace unos 25 años, especialistas rebautizaron a estos alimentos como nutracéuticos (neologismo formado a partir de las palabras nutrición y farmacéutico) tras descubrir lo benéficos que resultan, aunque esto nuestras abuelas lo supieron desde siempre”.

Recientemente, en el Instituto Nacional de Salud Pública, el grupo de Lizbeth López realizó una serie de estudios epidemiológicos que arrojaron resultados que corroboran que la dieta incide directamente en nuestra salud, pero no siempre de la manera más obvia. Por ejemplo, los datos obtenidos demuestran que mujeres que comen frijol y cebolla, de manera cotidiana, son menos propensas a desarrollar cáncer, “y ése es sólo uno de los casos encontrados, pero hay que indagar más, porque la veta de investigación es muy rica”, expuso la académica.

“No obstante, con los nuevos patrones de ingesta adoptados —tan ricos en grasa y azúcares y tan bajos en verdura y fibra— la gente tiende a engordar y desarrollar males degenerativos e incurables, como la diabetes o los padecimientos del corazón, derivados de haber abandonado nuestra tradición y los menús que ésta nos sugiere”.

Por ejemplo, los herederos de los amerindios tenemos genes que nos hacen propensos a la diabetes, porque antes de la llegada de los europeos no consumíamos carbohidratos refinados como el azúcar y las harinas blancas y no se freían los alimentos. Debemos tener presente este tipo de variables, y no sólo para desarrollar planes de atención médica para las próximas décadas, sino para prevenir desde ahora.

“Claro que al decir tradicional nos referimos a estilos de comer más cercanos a lo mesoamericano, a la milpa y la chinampa, y no a quesadillas bañadas en aceite ni nada por el estilo, porque para nuestros antepasados la fritura era algo desconocido. Ahora, con la vida cotidiana y su prisa perpetua, es cada vez más tentadora la comida rápida, o los productos ofertados en la tiendita de la esquina, y por ello, cada vez son más los sujetos con enfermedades propias de las sociedades modernas”, concluyó.

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Fotos


Amanda Gálvez Mariscal, coordinadora del Programa Universitario de Alimentos.