• Desde siempre, el felino ha
estado ligado a símbolos de poder; los monarcas mayas evocaban
su figura para evidenciar fuerza
En su cuento La escritura de Dios, Borges
sugiere que la moteada piel del jaguar es el pergamino donde la divinidad
escribe sus designios y los pone a vista de todos, a sabiendas de que
nadie podrá descifrar el enigma, algo parecido a lo que pensaban
los mayas, que veían en esta criatura a un emisario que conocía
secretos indecibles tanto en esta tierra como en la de los muertos.
En maya, jaguar se dice balam, y serpiente,
chan, y para quienes hablan esta lengua prehispánica,
el felino encarna tal misticismo que su sola mención, junto a
la del reptil, englobaba a todos los animales existentes. Más
allá de lo que en español significa la palabra fauna,
la voz chan-balam evoca un ying en perfecto equilibrio con
su yang.
“Dime jaguar, cómo mirar en la
oscuridad…”
Seguir los cautelosos pasos del jaguar no es
interés exclusivo de científicos y naturalistas; los mayas
solían hacerlo ya fuera para mirarlo cazar o para verlo desparecer
en la oscuridad de alguna cueva subterránea. “Fue así
como, tras observar sus costumbres crepusculares y nocturnas, este animal
comenzó a ser asociado con el inframundo”, explicó
María Teresa Uriarte Castañeda, del Instituto de Investigaciones
Estéticas e integrante de la Junta de Gobierno.
Al respecto añadió que “en
el mundo maya rara vez hay animales químicamente puros; siempre
hay un rasgo que les confiere algo sobrenatural”, y el que el
felino cace de noche y viva al abrigo de la penumbra, le otorgó
esa aura de misterio que conserva hasta nuestros días.
“La presencia de los jaguares es evidente
en el arte, lenguaje, religión e incluso en las relaciones de
poder que regían al pueblo maya”, comentó la doctora
Mercedes de la Garza, del Instituto de Investigaciones Filológicas,
al hablar sobre la relevancia que tenía este depredador en el
imaginario de ese grupo del Sureste.
“Los gobernantes podían vestirse
como jaguar no para aparentar ser ese felino, sino con la intención
de transformarse en él, aunque estos animales nunca fueron vistos
como dioses, sino como símbolos”, dijo.
“Esto es evidente al hacer el recuento
de los monarcas de Bonampak, como K’uk Bahlam I, cuyo nombre significa
‘Jaguar Quetzal’ y quien rigió del 431 de
nuestra era al 434, o Kan Bahlam, ‘Serpiente Jaguar’,
dirigente del 572 al 583, después de Cristo”, expuso Fernando
Guerrero Martínez, de la Facultad de Ciencias.
Y esta fascinación de los poderosos
no quedó plasmada sólo en los apelativos, sino en diversas
esculturas y pinturas, como las que sobreviven en el cuarto 1 y 2 de
Bonampak, ambas en el muro norte, donde se aprecia a un monarca con
falda de jaguar y plumas de quetzal en la cabeza, en la primera, mientras
que en la segunda, se ve a un gobernante completamente ataviado como
el felino, abundó.
Símbolo que perdura
Han transcurrido muchos siglos desde que los
mayas levantaron sus ciudades, vivieron en ellas y dejaron que finalmente
las engullera la selva, pero el tiempo pasa y el jaguar no ha dejado
de ser un símbolo para los mexicanos, tanto que, a la hora de
lanzar campañas de preservación, la sola mención
de este cazador provoca respeto y admiración inmediatos, comentó
Gerardo Ceballos González, investigador del Instituto de Ecología
de la UNAM.
“Quienes nos dedicamos a la conservación
lo consideramos un animal bandera, es decir, nos sirve para convencer
a la gente de que es necesario cuidar ciertos hábitats para asegurar
su supervivencia. Si yo argumentara que debemos crear una reserva para
evitar la extinción de una rana, pocos me harían caso,
pero si en vez de abogar por el anfibio, lo hago por el jaguar, la actitud
es muy distinta… Tal es su carisma”, aseguró el biólogo.
En el mundo precolombino, era un animal envuelto
en un aura de poder y misterio, en el actual también, “¿pues
qué otra cosa podríamos decir los científicos del
carnívoro de mayores dimensiones en todo el trópico americano
y la especie de gato grande más desconocida a nivel mundial?”
“De él sabemos mucho menos que
de los leones, los tigres o el puma; sin embargo, es un animal que tiene
mucho que decirnos de nuestra cultura o de nuestro medio ambiente, pues
hay pocos indicadores tan reveladores del estado de salud del ecosistema
mexicano como el jaguar. A partir de su presencia podemos inferir la
cobertura de vegetación en una zona determinada e incluso el
número de potenciales presas, y lo que nos dice hoy este gato
es preocupante: tenemos un México enfermo”.
En su poema He olvidado mi nombre,
Carlos Pellicer hace un llamado a su estado natal a asombrase de la
vida que florece en sus suelos y a tomar conciencia de que es dueño
de una naturaleza exuberante y pródiga; a declararse, dice el
escritor, “el Tabasco nuevo de un jaguar despertado”.
La invitación de Ceballos no es muy
diferente a la del poeta, “porque como mexicanos debemos sabernos
poseedores de una biodiversidad impresionante, que aunque en riesgo,
aún está a tiempo de ser rescatada”, un esfuerzo
que, quizá, nos otorgue un futuro muy distinto y haga de nuestro
país un lugar para que sobreviva y prospere el felino insomne
de aquellos versos.
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