“¡Tajkatik!”, así se dice “buenos
días” en náhuatl, y así es como Josué
saluda a sus compañeros y a su profesor todos las mañanas
antes de entrar al salón de clases, pero en esta ocasión
lo hace cargando una pelota roja que recién le regalaron
por el Día del Niño. Tiene 10 años y estudia
el quinto grado en la primaria General Juan Francisco Lucas,
ubicada al borde de una cañada, en lo más alto de
la sierra poblana.
Esta comunidad indígena de poco más de mil
habitantes se llama Vista Hermosa, no cuenta con un solo teléfono
y apenas dispone de agua potable, pero tiene un laboratorio donde
los pequeños aprenden física, química, biología
y astronomía gracias a una iniciativa del Centro de Ciencias
Aplicadas y Desarrollo Tecnológico (CCADET) de la UNAM, proyecto
en el que además colaboran la Dirección General de
Educación Indígena (DGEI) de la SEP, y la Universidad
Pedagógica Nacional (UPN).
“Pocas veces se ha llevado un plan tan ambicioso
a una comunidad indígena”, comentó Leticia Gallegos,
coordinadora del Grupo de Cognición y Didáctica de
la Ciencia del CCADET, quien añadió que para lograrlo
fue necesario reunir diversas condiciones y hallar un poblado dispuesto
a abrirles las puertas, “algo que no siempre es fácil”.
Sin embargo, aquí no fue así. Desde un principio,
los profesores se sumaron a la propuesta universitaria, “primero
con un poco de reservas, pero después de lleno, porque con
esto no sólo los niños aprenden, sino también
nosotros, como docentes”, compartió Fidel Santiago,
director de esta escuela.
“No por ser maestros lo sabemos todo; ahora entiendo
por qué hay eclipses, cómo se combinan los colores
y por qué Plutón ya no es un planeta; ahora quiero
que me expliquen cómo corre el tiempo”, añadió.
“Y yo lo que quiero es que me regresen mi pelota
roja, pues la usaron en el laboratorio para explicarnos, con un
foco, cómo es que se hace de día y de noche, pero
ya es la hora del recreo y la necesito para jugar basquet”,
dijo Josué con una mueca.
Un espacio para todos
La gente de Vista Hermosa no entiende el concepto de propiedad
privada, o al menos no como la mayoría. “Aquí
todo es de todos y, por eso, cada quien coopera por el bien común.
Por ejemplo, cuando el pueblo necesita algo, nos reunimos y organizamos
las faenas (trabajo colectivo), que pueden ir desde dar mantenimiento
a los pocos tramos de asfalto que hay en la carretera o atender
entre todos a un enfermo”, señaló don Pedro,
quien se dedica a la siembra y a cuidar a sus siete borregos (originalmente
eran ocho, pero a uno se lo tragó la cañada).
Así, hace poco más de un año, cuando
el equipo de Gallegos llegó con la propuesta de acondicionar
un salón de clases como laboratorio, todo el pueblo se sumó
a los trabajos. “Si nos van a dar un centro tan bien equipado,
¿por qué dejar que los demás instalen algo
que también nos corresponde?”, preguntó don
Pedro.
La pequeña escuela donó una de sus aulas,
“lo cual es decir mucho, pues se quedaron sólo con
tres para atender a todos los niños”, expuso Xóchitl
Bonilla, investigadora de la Universidad Pedagógica Nacional
y participante del proyecto, quien añadió que le sorprendió
la buena disposición de la comunidad hacia el equipo y el
darse cuenta de que aunque ellos llegaban con mucho que dar, también
recibieron mucho.
“Nosotros viajamos con los 30 años de experiencia
que ha acumulado el grupo del CCADET desde su creación, y
el pueblo nos recibió con esa sabiduría que ha atesorado
a lo largo de siglos”, expuso la también bióloga.
“Si desde que llegaron, lueguito se veía
que venían a hacer las cosas en serio, no como otros”,
señaló doña María Carmen, madre de Erick
y quien cocina una vez por semana para todos los niños del
colegio.
“Acá, desde el principio, nuestros hombres
llegaron con botes de pintura blanca y brochas, nosotras con escobas
y la olla de frijoles para la hora del taco, e incluso las investigadoras,
así tan estudiaditas como las ve, andaban con su trapeador
escurriendo jabón de aquí para allá”.
El resultado fue un salón perfectamente limpio,
con un televisor de 20 pulgadas empotrado a la pared, nueve mesas,
18 sillas, una computadora y estantes con plastilina, pintura acrílica,
espejos, globos terráqueos, espejos, lámparas y todo
tipo material, mucho del cual fue desarrollado en el mismísimo
Centro de Ciencias Aplicadas y Desarrollo Tecnológico.
“Este proyecto se llama Construcción del Pensamiento
Científico en Diversas Realidades Contextuales, y para acercarlo
aún más a la comunidad de profesores participantes,
les pedimos que tradujeran este nombre al náhuatl; tras mucha
discusión, el resultado fue Kaltaixmatilis Semanauak,
es decir, casa del saber del mundo”, acotó Gallegos.
Descubriendo nuevos mundos
En náhuatl no hay una palabra equivalente a planeta,
por lo que, a la hora de estudiar el Sistema Solar, los alumnos
deben elaborar este concepto prácticamente desde cero, y
en esta tarea, el Laboratorio de Ciencias resulta fundamental.
“Este proceso es sumamente interesante, sobre todo
cuando lo vemos en niños muy chiquitos, pues este proyecto
atiende a infantes desde los tres hasta los 12 años”,
expuso Elena Calderón Canales, encargada de entrevistar a
los pequeños indígenas para registrar su progreso.
Así, con esferas de unicel, globos terráqueos
y lámparas incandescentes que emulan el Sol, estos infantes
se olvidan por un momento que están en lo alto de la sierra
de Puebla y se lanzan a una expedición cósmica que
tiene por única misión entender cómo se produce
el día y la noche, por qué cambian las estaciones
y cómo se ocurren los eclipses.
“Quizá lo más complicado sea hacer
que entiendan qué es un planeta, pues al principio creen
que se trata de bolitas de masa, como las que ellos avientan al
techo cuando juegan, sólo que éstas se fueron tan
alto que terminaron incrustadas en el cielo. Entonces, lo que hacemos
es explicarles que son más bien como una sitalin,
es decir ‘estrella’, y al mismo tiempo una talyikpak,
que es como le decimos nosotros a la Tierra”, explicó
el profesor José, encargado de dar clase a niños de
primero y segundo.
Para Josué, el dueño de una gran pelota roja
y amante del basquetbol, ésta es la clase que más
le ha gustado. “¿Sabías que hay lugares como
aquí, pero allá en el espacio? Cuando es de noche
y el cielo está limpio, me gusta levantar la mirada y buscarlos,
porque si como me dicen, quizá hay mundos igualitos a éste,
pero allá arriba, quizá haya otro niño como
yo asomándose para ver dónde vivo, y yo quiero saludarlo”.
La semana de colores
Otra de las lecciones que reciben los pequeños es
cómo formar colores. “Les damos pinturas vinílicas
azules y amarillas y les enseñamos que al mezclarlas se forma
el verde, o que el rojo con azul da morado”, explicó
Beatriz García Rivera.
Primero con plastilina y luego con pinturas, los niños
intentan reproducir los matices que los rodean. “Con azul
y negro se hace el tono de la noche”, comentó Esteban,
mientras que su hermana Lupita añadió “y con
azul y un poco amarillo tenemos el color jegüite (hierba)”
“Estos niños me enseñan mucho”, dice doña
Brígida, madre de Este y Lupis (como les
dice), “esto de que los colores se pueden mezclar, no tenía
ni idea, para mí el verde era sólo verde, ahora es
mucho más”.
Sin embargo, en lo que a cromatismos corresponde, no hay
nadie como Marco Polo, quien mezcla colores con mucha naturalidad
y es capaz de diferenciar el rojo del carmín, o reproducir
con naturalidad el color piel con un poco de blanco, rojo, amarillo
y café, “porque la piel no es rosita como nos dicen,
¿o sí?”, dijo mientras estiraba sus brazos morenos
frente a sí, como para comparar tonalidades.
“A este niño no le tuvimos que enseñar
nada, él, de colores, ya lo sabe todo, si desde siempre ha
sido muy independiente, tanto que se apellida Iturbide
Guerrero”, bromeó su profesor. La verdad es que el
padre de Marco es pintor, de hecho, el señor Iturbide fue
quien se encargó de enjalbegar las paredes del Laboratorio
de Ciencias, “y si me dejan a mí, yo las pinto más
bonito”, remató Marco Polo.
Y como para aprender estos niños “se pintan
solos”, además de hacer mezclas en paleta y pincel,
los pequeños también han aprendido que la luz blanca
se descompone en colores al pasar por un prisma. “Al principio
me asusté porque observé un arco iris y en el pueblo
nos han enseñado que son una cosa tan mala que con tan sólo
señalarlos se te seca el dedo, pero aquí vi que hasta
son bonitos. Ya no les tengo miedo”, platicó Miguel
Ángel, un niño de la comunidad vecina de Tecapagco,
que también participa en el proyecto.
Enseñando a enseñar
En el Laboratorio de Ciencias no sólo se da clase
a niños, sino a 50 maestros de comunidades vecinas, pues
la intención es replicar esta experiencia en las 12 escuelas
y 13 centros preescolares que hay en la zona 503, ubicada en plena
sierra de Puebla.
“Los primeros que aprendemos somos nosotros, si no,
¿cómo enseñaríamos adecuadamente?”,
compartió la profesora Silvia, de la escuela Miguel Hidalgo
de la comunidad de Tecapagco. “Antes no tenía claro
lo de la mezcla de los colores, o por qué se producían
los eclipses, simplemente nos ceñíamos al programa
de la SEP, ahora me dan ganas de investigar más y traer más
lecturas a mis alumnos”.
El entusiasmo de los profesores por esta experiencia es
tal que muchos, pese a percibir un muy reducido salario como docentes,
no dudan en poner de su bolsillo cuando hacen falta fotocopias o
material para hacer más didáctica su clase.
Para Eustacio López Marcos, mejor conocido como
el maestro Tacho, la presencia de la UNAM en la zona está
marcando un precedente histórico.
“La Universidad Nacional vino justo a donde más
se necesitaba, porque a un pequeño de una comunidad indígena
le cuesta no el doble, sino el triple aprender, en comparación
con un alumno inscrito en una escuela urbana; si no lo cree, tan
sólo voltee a su alrededor, ¿dónde ve un solo
letrero aquí?, ¿alguna indicación escrita en
todo el pueblo? Eso es porque aquí la mayoría es analfabeta,
y si un niño no tiene siquiera un letrero qué leer,
¿cómo esperamos que aprenda el abecedario?”.
De Vista Hermosa a la ciudad más cercana, Cuautempan,
hay una cañada de distancia, pero si se comparan las condiciones
en que se encuentran la escuela de un lugar y la del otro, esa cañada
en realidad es un abismo.
“No obstante, estamos haciendo las cosas muy bien”,
comentó con una sonrisa el director de la primaria Juan
Francisco Lucas, quien añadió que hasta hace
unos años, los padres de Vista Hermosa querían inscribir
a sus hijos en la escuela de Cuautempan para que éstos tuvieran
mejores oportunidades educativas, pero la fama de este laboratorio
ya llegó hasta la ciudad, “y ahora, para el siguiente
ciclo escolar, muchos de Cuatempan quieren venir a Vista Hermosa
y están pidiendo lugar… Eso nunca antes había
pasado”.
Pero más allá de lo que digan los profesores
de la zona, las autoridades e incluso el mismo personal universitario,
los más agradecidos con este proyecto son los padres de familia,
que en ocasiones acompañan a sus niños y se asoman
por las ventanas del laboratorio, porque también quieren
aprender algo.
“Yo soy una de esas”, dijo doña Brígida,
“cuando puedo, vengo a ver qué hacen, porque los pequeños
se ven muy divertidos, y a veces les colaboro con algo, por ejemplo,
el otro día les traje flores para un experimento. No sé
a quién se le ocurrió instalar todo esto aquí
ni por qué, pero si pudiera decirle algo a ese alguien, sería
gracias, o tlasojkamatik, como decimos aquí en náhuatl,
que aunque es una palabra que se dice fácil, a nosotros siempre
nos sale del corazón”.
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