Hasta hace unos meses, Cecilia Lara no sabía cómo
realizar una investigación científica, pero un buen
día se decidió a participar en el Premio Nacional
Juvenil del Agua, propuso un proyecto que podría ayudar a
comunidades de bajos recursos y obtuvo el segundo lugar en el concurso.
La joven de 17 años ni siquiera ha entrado a la
carrera de Biología —“pero lo haré muy
pronto”— y ya desarrolló un sistema para purificar
agua mediante la moringa, “un recurso económico, efectivo
y de muchas aplicaciones, pues sus semillas potabilizan, sus raíces
y hojas se comen y, por ser un árbol, nos proporciona oxígeno”.
Este proyecto, reconocido por la Embajada de Suecia y la
Academia Mexicana de Ciencias como una de las mejores propuestas
ideadas por un joven menor de 20 años, surgió casi
por azar, un día que Cecilia atravesó a toda prisa
Prepa Ocho para llegar a tiempo a clase y vio que en el edificio
de Química habían pegado una convocatoria.
“Nos invitaban a presentar un trabajo que solucionara
algún problema relacionado con el agua y me dije, ¿por
qué no intentarlo? La verdad decidí entrar porque
quería probarme a mí misma, no porque pensara en ganar,
esa idea nunca cruzó por mi cabeza”.
La chica comenzó a revisar libros, consultar a sus
profesores, apuntar ideas e incluso invitó a una de sus amigas
a colaborar con ella. Así, con todas estas herramientas,
Cecilia se aventuró a hacer lo que nunca había realizado:
una investigación de corte científico, “con
todo el rigor que eso implica”.
“En éste, mi último año de preparatoria,
mis asignaturas eran física, matemáticas, química
y biología, pero la única materia que en realidad
me gusta es la última, así que mi trabajo se enfocó
a lo biológico”.
Método de prueba y error
“Al principio quería trabajar con ostras;
había leído que estos animales son filtros naturales
que eliminan los nitritos y los nitratos del agua, así que
encargué que me trajeran unas de Acapulco, y desde ahí
las cosas comenzaron a salir mal, pues muchas se murieron en el
camino, y las demás lo hicieron en mi casa”.
El problema fue que el vendedor, con tal de hacerse de
unos billetes, le dijo a Cecilia que estos moluscos podían
vivir perfectamente en agua dulce, cuando no es así, “y
comenzamos esta aventura con el pie izquierdo”, recordó
la joven.
“A esto se sumó que mi primer asesor era un
profesor de matemáticas, así que no sabía responder
a mis preguntas e inquietudes, y que mi amiga, frustrada tras la
masacre de las ostras, ya no quiso saber más de este tipo
de proyectos”.
Sin embargo, la joven, en vez de desanimarse, se empeñó
aún más. “Nunca había hecho un trabajo
de ciencia y por eso lo de las ostras fue un fracaso total, pero
me ayudó mucho, pues no sabía cómo estructurar
un proyecto. Intuía lo que deseaba hacer y a dónde
quería llegar, pero ignoraba cómo diseñar las
pruebas”.
Era momento de reconsiderar muchas cosas, pensó
la joven preparatoriana, y por eso no sólo cambió
de objeto de estudio, sino de asesor, pues más que un matemático,
necesitaba de una persona con otro tipo de preparación, además
de un laboratorio, pues en su plantel no había ninguno con
las condiciones necesarias para desarrollar su trabajo.
Por esta razón, decidió pedir consejo a una
profesora de fisico-química del plantel, lo que le sirvió
para replantear muchas cosas.
“Ella me sugirió cómo diseñar
las pruebas e incluso me enseñó a operar ciertos materiales,
pero como eran las últimas semanas de clases y debía
entregar calificaciones y evaluar a todos, me dijo que no tenía
tiempo para asesorarme, y de nuevo me quedé sola”.
Investigadora autodidacta
Sin asesora y sin laboratorio, la joven investigadora decidió
que el lugar ideal para empezar desde cero era Ciudad Universitaria,
“en el Instituto de Biología (IB) para ser precisos,
a donde nos llevaron de visita una vez de la prepa y del cual, desde
que entré, quedé prendada”.
Preguntando y hojeando los libros y revistas de la biblioteca
del instituto, constató la verdad del dicho “el que
a buen árbol se arrima”, pues con ella el refrán
se aplicó tanto literal como figuradamente, “porque
llegué al árbol de la moringa tras acercarme al IB.
Ahí me enteré de que se trata de una variedad originaria
de la India, pero usada desde hace tiempo en el río Nilo
para limpiar el agua por sus propiedades fluoculantes, además
de que, en México, crece sin problema desde la frontera norte
hasta la sur”.
Cecilia tenía ya un nuevo proyecto y también
una nueva pregunta, “¿y ahora dónde hago mis
experimentos?”. En el laboratorio de la preparatoria, imposible,
en el hogar, menos, “¿y sí voy a la planta potabilizadora
que está cerca de casa?”, pensó. El plan parecía
sencillo, “el lugar se dedica a limpiar agua, hay una especialista
en química que me puede guiar y el sitio está a 20
minutos de donde vivo”. Parecía el plan perfecto, pero
algo con lo que la estudiante no contaba era la burocracia.
“El primer día que llegué a la planta
platiqué con el personal sobre mi proyecto, pero me informaron
que, si quería trabajar ahí, debía ir a la
Dirección de Sistemas de Aguas de la Ciudad de México,
así que me dirigí a donde me dijeron. Ahí no
pudieron hacer nada, por lo que me mandaron a un edificio del Centro
para que hablara con el encargado de las plantas del sur. El proceso
tardó tanto que, cuando finalmente obtuve el permiso, estaba
ya a una semana del límite para entregar el proyecto”.
Un trabajo a contrarreloj
El último día para presentar el trabajo en
la Academia Mexicana de Ciencias fue el viernes 7 de mayo, “y
yo empecé a trabajar en la planta el lunes 3”.
Lo primero que debía hacer, explicó la joven,
era preparar la solución con la que iba a trabajar, que implicaba
quitar la parte externa de la semilla de moringa, molerla y colocarla
en agua destilada para liberar una proteína soluble con propiedades
fluoculantes (es decir, que aglutina sustancias coloidales presentes
en el líquido, favoreciendo la purificación hídrica).
El paso siguiente era tomar una muestra del río
Magdalena, “la cual venía cargada de lodo y todo tipo
de contaminantes”, y ver cómo actuaba el compuesto.
“Los factores que consideré a la hora de realizar mis
mediciones fueron alcalinidad, dureza, PH y turbiedad, pues mi objetivo
era, mediante el uso de la solución fluoculante, alcanzar
los parámetros que establece la Norma Oficial Mexicana (NOM)
para agua de consumo humano”.
Fueron cuatro días de trabajo arduo, en los que
los datos eran cada vez más satisfactorios. “Demostré
que, con la moringa, el agua sucia podía limpiarse hasta
alcanzar los niveles que establece la NOM, excepto en lo que a turbiedad
se refiere, pues la norma establece que deben ser cinco unidades
como máximo y sólo llegué a 32; sin embargo,
hay que considerar que en mis muestras originales las turbiedades
iban desde las 300 hasta las 500 unidades, así que el descenso
fue considerable”.
Una llamada sorpresiva
A principios de junio, Cecilia salió a nadar, como
acostumbra hacer cada semana, y al regresar a casa su madre la recibió
con un recado: la habían llamado de la AMC para notificarle
que había ganado el segundo lugar en el Premio Nacional Juvenil
del Agua.
Dos semanas después, en su intervención a
la hora de recibir el reconocimiento, la joven invitó al
público a cuidar el medio ambiente “para que los niños
del mañana no conozcan las plantas y animales actuales sólo
en los libros de texto, y para eso hay que tomar medidas desde hoy”.
Ahora, Cecilia espera con impaciencia a que llegue septiembre
para tomar sus primeras clases de licenciatura. “No sé
qué especialidad tomaré, si botánica, zoología
o alguna otra cosa; ni siquiera sé, pese a este premio, si
mi futuro está en un laboratorio. Lo que sí sé
es que no me gusta estar encerrada, sino salir a ver la naturaleza
y explorar, así que lo que haré en la Facultad de
Ciencias es un misterio, eso es algo que, como hice con la moringa,
debo seguir investigando”.