Al contrario de lo que se piensa, el valle de México
no es, de origen, un territorio arbolado; sólo en las laderas
de las montañas, como Tlalpan, los había de manera
natural; el resto de la metrópoli se construyó sobre
una zona lacustre.
“Los árboles urbanos no pueden cuidarse
solos. En biología hablamos de mutualismo, es decir, de
una relación de beneficio recíproco. Ellos ofrecen
ciertos servicios, pero exigen de nosotros cierta atención”.
Casi todos los que existen en la Ciudad de México son cultivados
para nuestro beneficio, y los introducimos en un ambiente no natural,
explicó Robert Bye, investigador del Instituto de Biología
(IB) de la UNAM.
En esta época del año proporcionan sombra
a humanos, animales y otras plantas, y refrescan el aire porque,
en el proceso de producción de oxígeno, también
transpiran agua, proceso que baja la temperatura; en pocas palabras,
mejoran el ambiente.
Sin embargo, un árbol implica compromiso a largo
plazo, porque es necesario hacer podas de formación o sanitarias,
para eliminar ramas secas o infestadas de plagas.
“No estoy muy de acuerdo con las campañas
de reforestación, en las que nos dicen que se van a sembrar
millones de árboles. En realidad, no son campañas
de reforestación, sino de forestación, lo que significa
que se introducen en zonas en las que naturalmente no había”,
explicó Bye.
Sí se deben sembrar, pero los adecuados para cada
zona, aclaró. Además, es contraproducente diseminar
millones de ellos en áreas en las que no puede haber tanta
densidad, lo mejor es poner pocos, de buen tamaño, en sitios
convenientes.
Colocarlos, uno muy cerca de otro, es una invitación
a las plagas, como la de muérdago o injerto. “Al
estar muy juntas las copas, las semillas de esta planta hemiparásita
pueden pasar, en el excremento de las aves, a varios árboles,
e infectarlos simultáneamente”, añadió.
Especies adecuadas
México es uno de los países donde crecen
numerosas especies de encinos, que van de uno, hasta 20 metros
de altura. De acuerdo con el experto, varios de ellos serían
adecuados para nuestra urbe.
“En el valle de México tenemos siete especies
de encinos de copas chaparritas y redondas; también hay
otras mexicanas, que son similares a los árboles de Navidad,
pero deben ser sembradas en zonas abiertas”, resaltó.
Otras especies adecuadas son el capulín, cuyo
fruto sirve para alimentar a los pájaros, por un lado,
y para hacer tamales de capulín, por el otro; el liquidámbar,
nativo de Veracruz hasta Chiapas, y cuyas hojas tienen forma de
estrella y cambian de color entre noviembre y diciembre; el tepozán,
originario del centro del país, muy resistente a los pedregales
y al clima, y con follaje casi todo el año, y el ahuehuete,
que es muy bueno en los lugares donde abunda agua en el subsuelo,
mencionó.
“En cuanto al sauce, prefiero el ahuejote al sauce
llorón, que no es una especie mexicana, aunque por aquí
lo siembran. De hecho, el ahuejote se usa en las orillas de las
chinampas para detener el suelo”, señaló.
Una plaga recorre el DF
El muérdago o injerto crece naturalmente en la
cuenca del río Balsas y ataca a especies de árboles
del valle de México, como los capulines, álamos
y fresnos.
“Cuando uno camina por Paseo de la Reforma, la
mitad de los árboles verdes muy bonitos que ve, están
muertos. En esos casos, lo verde es el muérdago”,
informó Bye.
La raíz del muérdago penetra la rama del
árbol invadido, y la mejor forma de controlarlo es hacer
podas sanitarias, cortar las ramas que tienen plaga para que no
se reproduzca.
El eucalipto, una especie dañina
Las raíces del eucalipto se apropian del espacio
y exudan sustancias que inhiben la germinación y crecimiento
de otras especies cercanas; además, se desarrollan rápido.
Mientras un encino tarda unos cinco años en crecer un metro,
el eucalipto lo hace en 12 meses, y cuando alcanza los 15 años,
produce miles de semillas que germinan a gran velocidad.
Bye y sus colaboradores estudiaron, hace tiempo, los
mapas de Ciudad Universitaria, y concluyeron que en 1954 había
en la zona unos siete u ocho eucaliptos, pero una encuesta reciente
indicó que ahora debe haber cerca de medio millón,
lo que no es benéfico para los otros árboles y plantas.
La flor de esa especie contiene sustancias medicinales
que, sin embargo, se vuelven tóxicas para las abejas nativas
cuando su concentración es muy alta.
“Durante la floración, después de
una sequía, a un eucalipto llegan abejas nativas (existen
más de 20 especies en la reserva del Pedregal) en busca
de néctar para hacer miel. Entonces, como la flor está
saturada con esas sustancias, y el insecto no cuenta con un buche
para transportar el líquido azucarado, éste llega
directamente a su intestino y las mata”.
En cambio, las abejas melíferas, algunas ya africanizadas
(que ya se encuentran en CU), sí tienen un buche que permite
guardarlo y llevarlo al panal, sin que llegue al intestino. Así,
con menos competencia, el número de abejas africanizadas
se puede incrementar”, concluyó el investigador.
—o0o—